La porción registrada en el libro del profeta Isaías, en los capítulos 49 y 50 nos revela el amor de Dios por su pueblo, de una forma impactante.
Recibimos un mensaje claro: hay restauración para los que son suyos. Afirma de manera enfática que, aunque el pueblo pecó y se fue lejos, Él no los dejaría.
Las diez tribus del norte fueron esparcidas, se contaminaron con las naciones de la tierra, idolatraron sus dioses, y se olvidaron de su Dios. Allí perdieron la esperanza. La inseguridad, la orfandad, fueron como espada que los laceraba. Ahí estábamos nosotros, incluidos en ese pueblo que, por alejarse de Dios, sufrió los oprobios del mundo. ¡Pero vendría restauración!
Había una profecía dada en este mismo capítulo: “Gritad de júbilo, cielos, y regocíjate, tierra. Prorrumpid, montes, en gritos de alegría, porque el Señor ha consolado a su pueblo, y de sus afligidos tendrá compasión.
Tus muros están constantemente delante de mí. Tus edificadores se apresuran; tus destructores y tus devastadores se alejarán de ti.”
Es justamente lo que ha ocurrido con nosotros. Él nos trajo en brazos. Se acercó a nosotros mediante su sacrificio y nos restauró la vida. Consoló nuestro corazón, curó nuestras heridas, nos limpió de todo pecado, nos justificó, se fortaleció en la debilidad, nos dio propósito eterno, nos devolvió la motivación para levantarnos cada día, nos llenó de esperanza.
Ahora, ¿cómo vamos a responder a esa hermosa manifestación de amor? Nos lo dice el capítulo siguiente, mostrándonos la misión prioritaria de nuestras vidas: “El Señor Dios me ha dado lengua de discípulo, para que yo sepa sostener con una palabra al fatigado.
Mañana tras mañana me despierta, despierta mi oído para escuchar como los discípulos.
El Señor Dios me ha abierto el oído; y no fui desobediente, ni me volví atrás. (Isaías 50:4-5)” Vamos a cumplir nuestra misión.
Estemos vigilantes, permaneciendo con oídos abiertos para recibir y entender la Palabra. Vamos a quitar la mirada de nosotros mismos, a dejar de buscar nuestro beneficio propio y vamos a alcanzar la meta, cumpliendo el objetivo fundamental de nuestras vidas: seamos la boca de Dios, llevando la palabra que consuela, que fortalece, que salva, que sana, para que sigamos viendo a muchos volverse al único Dios verdadero, nuestro Señor Jesucristo. ¡Qué no sea infructuoso nuestro caminar en esta tierra!