
MIGUEL ANDRÉS REYES RAPOSO
En muchas regiones del mundo hispano, las fiestas patronales, los carnavales y otras celebraciones tradicionales, ocupan un lugar central en la vida social. Son momentos de encuentro, de música, de comidas típicas, de coloridos desfiles y fervor popular.
A los ojos de muchos, son simplemente “parte de la cultura”, y por lo tanto deben ser aceptadas, preservadas e incluso celebradas por todos los ciudadanos, sin excepción.
Pero como cristiano, no nos mueve simplemente la tradición ni el sentido colectivo de pertenencia. Nos mueve la verdad y la verdad desde una perspectiva bíblica, no se acomoda a los moldes de la cultura dominante, sino que los examina, los confronta y si es necesario, los transforma.
Decir que algo “es parte de la cultura” no lo convierte automáticamente en bueno o recomendable. La cultura es el fruto de las creencias de un pueblo, de su visión sobre lo divino, lo humano y lo moral. Por eso, ninguna cultura es neutral; cada forma cultural expresa una teología, aunque a veces de manera oculta o inconsciente.
La Biblia no condena la cultura en sí, pero sí nos llama a discernir los espíritus. En 1era de Juan capítulo 4 verso 1 nos dice: “Amados, no creáis a todo espíritu, sino probad los espíritus si son de Dios, porque muchos falsos profetas han salido por el mundo”.
De igual manera, la Biblia nos llama a no conformarnos a este siglo, sino a ser transformados por la renovación del entendimiento (Romanos 12:2). Es decir, no aceptamos las prácticas del mundo sin antes evaluarlas a la luz de la Palabra.
Las fiestas populares celebradas a santos, deidades locales, el desenfreno carnal o el sincretismo religioso no son simplemente expresiones artísticas o sociales. Son manifestaciones de una visión del mundo que, en muchos casos, contradice abiertamente los valores del Reino de Dios.
El apóstol Pablo escribe claramente en 2da Corintios capítulo 6 versos del 14 al 17 lo siguiente: “¿Qué comunión tiene la luz con las tinieblas? ¿Y qué acuerdo hay entre el templo de Dios y los ídolos? Por lo cual salid de en medio de ellos y apartaos, dice el Señor y no toquéis lo inmundo y yo os recibiré”.
Estas palabras no nos llaman a la arrogancia, sino al celo santo. No podemos celebrar con libertad lo que nace de fuentes espirituales opuestas a la fe cristiana por muy arraigado que esté en la tradición cultural.
Una de las falacias más comunes del pensamiento moderno es considerar la fe como un aspecto más de la vida: un compartimiento privado que se respeta, pero que no debe interferir con lo social, lo cultural o lo político. Pero esa no es la visión cristiana.
Para el cristiano, la fe no es un departamento: es el cimiento. No es una parte de la vida: es la vida misma. Y si la fe es la sustancia, la cultura es su forma. Es decir, lo que creemos define como vivimos, como cantamos, como celebramos, como nos vestimos, qué valores transmitimos en nuestras tradiciones.
Como dijo Jesús en Mateo 12:34 “De la abundancia del corazón habla la boca”. También la cultura “habla” del corazón de una sociedad. Por eso, cuando observamos una cultura dominada por fiestas donde reina el ron, la desnudez, la idolatría o ña superstición, sabemos de qué está lleno su corazón.
La historia cristiana está llena de momentos en que los creyentes tuvieron que desafiar las normas culturales de su tiempo por fidelidad a Cristo.
Los cristianos del siglo I en Roma, fueron perseguidos por negarse a participar en celebraciones religiosas en honor al emperador. Para el imperio, aquello era cultura cívica, para los cristianos era idolatría. Permitieron ser marginados antes comprometer su fe.
En la edad media, Martin Lutero denunció muchas prácticas religiosas populares que combinaban paganismo con tradición cristiana.
Una de esas prácticas era la peregrinación de la gente a ver huesos de santos, pedazos de la «cruz verdadera», la leche de la Virgen María, y otras reliquias.
Lutero argumentaba que esto no tenía base bíblica y fomentaba una fe supersticiosa, parecida al paganismo, donde los objetos tenían poderes mágicos.
Muchas fiestas patronales incluían procesiones con imágenes, bailes, bebidas, y prácticas que tenían orígenes paganos.
En América Latina durante el proceso de evangelización, muchos ritos indígenas fueron “cristianizados” superficialmente. A cambio de la cruz se adoraban imágenes; a cambio de los ídolos antiguos se les asignó un “santo patrón”. El sincretismo religioso fue adoptado como forma de control religioso, no de transformación genuina.
Hoy en muchos pueblos, las fiestas patronales aún son una mezcla de procesiones religiosas, idolatría y desenfreno. Se invoca a un santo, se baila hasta el amanecer y se rinde tributo a fuerzas espirituales que no tienen que ver con el Dios de la Biblia.
Ser Santos – apartados para Dios—no significa vivir aislados del mundo, sino vivir en él con discernimiento. Jesús oró por sus discípulos diciendo: “No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal”, (Juan 17: 15).
Nuestra presencia en la sociedad no implica conformidad con todo lo que ella celebra. Tampoco estamos llamados a condenar sin compasión. Pero sí a ser coherentes. Cuando nos negamos a participar en ciertas fiestas, no lo hacemos por desprecio a nuestras raíces culturales, sino porque creemos en una cultura superior: la del Reino de Dios como lo dice en hebreos 12: 28 “Así que, recibiendo nosotros un reino inconmovible, tengamos gratitud y mediante ella sirvamos a Dios agradándole con temor y reverencia”.
No estamos en contra de la alegría de las manifestaciones artísticas del folclore o de la convivencia entre los pueblos. Estamos en contra de que estas expresiones se usen para disfrazar el pecado, exaltar la carne o promover una religiosidad vacía y supersticiosa.
La cultura que glorifica lo contrario al carácter de Cristo no puede ser celebrada por quienes desean reflejarlo. Nuestra identidad no se define por las tradiciones heredadas, sino por la transformación del Espíritu.
Por eso, no nos conformamos a este siglo, sino que buscamos vivir como luces en medio de la oscuridad, con una cultura que brote de la fe y no una que se doblegue a la cultura.
