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La deportación de haitianos es como sacar agua de un oceano

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Por Ynocencio Vargas Encarnación

La República Dominicana y Haití comparten no sólo la isla La Española, sino también una historia profundamente entrelazada, marcada por el conflicto, la cooperación y la coexistencia.

La percepción dominicana de la inmigración haitiana ha sido durante mucho tiempo una fuente de tensión, que refleja disparidad económica, diferencias culturales y mala gestión política. La metáfora “como sacar agua del océano” habla de la naturaleza aparentemente interminable del flujo migratorio, la falta de soluciones a largo plazo y las políticas cíclicas que no resuelven las causas fundamentales ni satisfacen la preocupación pública.

La migración haitiana a República Dominicana no es nueva. Se remonta a principios del siglo XX, cuando miles de haitianos cruzaron la frontera para trabajar en las plantaciones de azúcar.

Impulsado por empresas dominicanas y extranjeras, este movimiento laboral se institucionalizó. A lo largo de las décadas, los trabajadores haitianos se volvieron esenciales para los sectores de la agricultura, la construcción y el trabajo doméstico dominicanos.

Sin embargo, las tensiones históricas también han alimentado la desconfianza y la xenofobia. La Masacre del Perejil de 1937, ordenada por el dictador dominicano Rafael Trujillo, en la que miles de haitianos fueron asesinados cerca de la frontera, sigue siendo un capítulo oscuro en la historia compartida de la isla. El pasado continúa proyectando una sombra sobre las relaciones presentes.

Hoy en día, los inmigrantes haitianos constituyen una parte importante de la fuerza laboral dominicana, particularmente en empleos que muchos dominicanos evitan debido a los bajos salarios y las duras condiciones laborales. Desde las obras de construcción en Santo Domingo hasta las plantaciones bananeras en el noroeste, los haitianos son indispensables. Sin embargo, a menudo se les niegan derechos básicos, viven en condiciones precarias y enfrentan una discriminación sistémica.

Mientras que los dominicanos empresarios se benefician de la mano de obra barata, la misma población a menudo ve la inmigración haitiana como una amenaza, económica, social e incluso cultural. El discurso público está plagado de estereotipos: que los haitianos están super poblando los barrios pobres, sobrecargando los servicios públicos y erosionando la identidad dominicana.

La sentencia del Tribunal Constitucional de 2013 (TC/0168/13) que despojó retroactivamente de la ciudadanía a miles de dominicanos de ascendencia haitiana marcó un punto de inflexión. Muchos que habían vivido en el país durante generaciones se encontraron apátridas, sin acceso a la educación, a la atención sanitaria ni al empleo legal. Los intentos posteriores del gobierno de regular y “documentar” a los inmigrantes haitianos a través del Plan Nacional de Regularización de Extranjeros (PNRE) han sido caóticos, insuficientes y carentes de fondos.

Por cada intento de legalización, parece haber una ola de expulsiones o detenciones arbitrarias. Muchos haitianos indocumentados viven con miedo, trabajan en condiciones de explotación, no pueden denunciar abusos y son vulnerables a la corrupción.

El gobierno dominicano se enfrenta a un acto de equilibrio. Por un lado, está la presión internacional para respetar los derechos humanos y ofrecer una solución digna para los inmigrantes y los apátridas. Por otro lado, está la presión interna de las facciones nacionalistas y una población que cada vez más culpa a los haitianos por los problemas económicos, la delincuencia y el desempleo.

Durante las temporadas electorales, la retórica antihaitiana aumenta y es utilizada por los políticos para agitar las emociones y ganar votos. Esta militarización de la inmigración profundiza la polarización, dificultando la implementación de políticas migratorias sostenibles y humanas.

La frontera entre Haití y República Dominicana es larga y porosa. El contrabando, la trata de personas y los cruces informales son realidades cotidianas. Los esfuerzos por militarizar o construir un muro en la frontera han tenido un éxito limitado. La cooperación bilateral existe en teoría, pero es débil en la práctica. La inestabilidad interna de Haití, agravada por la pobreza, el malestar político y los desastres naturales, hace que la coordinación sea casi imposible.

Esta inestabilidad alimenta una migración que no se puede detener sólo con vallas o deportaciones. Mientras Haití siga en crisis, personas desesperadas seguirán cruzando la frontera en busca de supervivencia.

A pesar de las deficiencias del gobierno, muchas ONG dominicanas e internacionales han intervenido para brindar apoyo. Organizaciones como Centro Bono, Solidaridad Fronteriza y Amnistía Internacional trabajan para proteger los derechos de los inmigrantes, ofrecer asistencia legal y crear conciencia. Las iglesias y los grupos comunitarios también desempeñan un papel fundamental en la prestación de asistencia humanitaria.

Sin embargo, estos esfuerzos se ven desbordados, dado que no se trata de acciones privadas, sino de una acción que vaya más allá de los limites de la isla, porque todo este conflicto es el resultado de acciones internacionales fallidas, las cuales hoy se lavan las manos como Pilato, mientras tanto aquí seguimos sacándolos por una puerta y ellos entrando por otra, como si estuviéramos sacando agua de un océano.

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