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Jesús, ejemplo de masculinidad

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Félix Caraballo

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Vivimos en un contexto en que el significado de ser hombre va evolucionando con el pasar del tiempo. Esto ha conducido a que estudiosos del comportamiento social e individual exploren esos cambios y se dediquen a socializar nuevas perspectivas sobre los roles del hombre y la mujer con miras a construir de una sociedad sólida y equitativa.

Tradicionalmente, la sociedad se divide en grupos con funciones diferenciadas, y eso pasa con mujeres y hombres. Por siglos se le ha asignado a la mujer el rol de cuidadora y educadora, y al hombre el rol de protector y proveedor. Se nos ha enseñado que los hombres no lloran y que las mujeres siempre serán el sexo débil. Todo esto forma parte del lenguaje y de la concepción existente.

La masculinidad está comprendida como la construcción social de lo que significa ser un hombre y se ha relacionado con ello la rudeza, la fuerza, el poder e incluso el rechazo a lo femenino. Sin embargo, en la Sagradas Escrituras observamos a Jesús poner de manifiesto un concepto diferente de hombría. Su comportamiento refleja un pensamiento diferente, revelador aún en nuestros tiempos, un estilo que rompe con los esquemas de la época actual, que se define como civilizada y progresista.

Jesús es el mejor modelo de reivindicación social de la figura femenina, y esto formó parte de su misión redentora, que inició con la proclamación de las «buenas noticias» que anunciaban la llegada de «una nueva era», el denominado Reino de Dios, definido como el dominio, favor, bienestar físico y espiritual que ofrece el Creador a las criaturas.

Durante su vida en la tierra, Jesús les manifestó un trato respetuoso a las mujeres. Recordemos, por ejemplo, la defensa de la mujer adúltera (Juan 8:6-7), un pasaje en el que un grupo de escribas y fariseos intenta sorprender a Jesús al traerle a una mujer señalada y preguntarle si debe ser apedreada, según la Ley de Moisés. El texto culmina con la importancia de no juzgar y, por tanto, de respetar a la mujer.

La Biblia también menciona la historia de una  samaritana a quien le pide agua (Juan 4:7-24), la que derramo el perfume sobre los pies del maestro (Mc 14, 3-9) y la sanación de la mujer encorvada (Lucas 13: 10-17), anónima, pasiva, inmóvil, un símbolo de todas las prisiones y peso de la marginación, y qué decir de la mujer que padeció de hemorragia por doce años y experimentó todo tipo de repudio social (Mc 5, 25-34).

Estos son algunos casos de los tantos que aparecen en los Evangelios, donde Jesús hizo referencia al buen trato hacia la mujer, a la promoción de la fuerza interna de la mansedumbre, la calma y la paz; ingredientes importantes en este contexto y en medio de una sociedad que nos enseña que demostrar rudeza es necesario para sobrevivir y una característica de lo que es ser hombre.

En la vida y ministerio de Jesús, la mujer jugó un rol activo, ella siguió al Maestro y nunca fue rechazada. Una fuente escrita en el año 50, que sirvió de base para los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas recoge datos y expresiones de Jesús en que deja claro que tenía discípulas. Esto es una muestra del trato de respeto e igualdad muy fuera de época que él mostró. Esa es la masculinidad sagrada a que todos estamos invitados.

El modelo de masculinidad de Jesús nos invita a obrar con misericordia en todo momento, a ser sensibles frente al dolor humano, frente al sufrimiento, a repasar la masculinidad del Maestro, que demostró el equilibrio perfecto entre la fuerza, la dulzura y el cuidado y fue pacifista y conciliador.

En definitiva, Jesús rechaza los esquemas actuales de la masculinidad, se indigna frente a las injusticias de todo tipo y representa la personificación del sentimiento más sublime, el amor, ante una sociedad tan convulsionada como la nuestra. Su ejemplo es distinto y digno de imitar.