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Cuando el silencio lidera mejor que el ruido

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Por Félix Caraballo

La sociedad está marcada por múltiples formas de ruido. El ruido físico, inevitable en las grandes ciudades; el ruido cultural, que moldea conductas y percepciones; y un ruido más profundo y corrosivo: el ruido humano, ese que proviene de comportamientos éticos y morales que dejan mucho que desear y que sirven —como referencia para las generaciones que vienen detrás.

Hoy, el escándalo, el morbo, la provocación y la desfachatez han encontrado sus mejores voceros en figuras llamadas “influenciadores”. Muchos de ellos no solo carecen de formación cultural o sensibilidad social, sino que arrastran vacíos existenciales que se expresan en conductas que confunden fama con valor, ruido con impacto y atención con trascendencia.

Son personajes que emergen de la nada, pero que no logran sostener la responsabilidad que implica la popularidad, alentados por seguidores que consumen fantasías y se alimentan de ilusiones pasajeras, motivadas por lo económico.

Lo preocupante es que este fenómeno no se limita a las redes o al entretenimiento, sino que permea espacios sociales: familias, escuelas, iglesias, instituciones públicas y privadas. Estas figuras del ruido terminan imponiendo un estilo de “liderazgo” que provoca estrés, irritación y un ambiente saturado de ego y superficialidad.

Son voces que necesitan imponerse para ser reconocidas, que promueven una cultura sin freno, sin prudencia y sin respeto por las buenas costumbres. Lo importante es ser el centro; lo demás, simplemente no importa. Se convierten en amenazas para aquellos que no sintonizan con sus intereses.

Ante este panorama, muchos sensatos —cada vez más minoría— comienzan a preguntarse si vale la pena seguir luchando contra esta avalancha de ruido social. Sin embargo, el desafío precisamente exige lo contrario: reafirmar convicciones y recuperar la fuerza de lo esencial. Poner la mirada en las cosas de arriba, en aquellas que tienen un «sello de eternidad».

En cuanto al liderazgo, durante décadas hemos asumido que un líder debe ser visible, ruidoso y protagónico. Se nos acostumbró a pensar que quien no ocupa el centro no lidera. Pero la realidad nos está enseñando lo contrario: existen formas de dirigir y transformar desde la quietud, la reserva y la coherencia, sin caer en lo chabacano o desagradable.

El liderazgo silencioso rompe el molde del líder tradicional. No necesita estridencia ni grandilocuencia, porque su poder radica en lo invisible: en la capacidad de escuchar, en reconocer el talento ajeno, en ceder espacio para que otros florezcan, no imponerse mediante la fuerza y el chantaje.

Es el liderazgo que se expresa en la constancia, la humildad y la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. Su impacto no se mide por aplausos, reconocimientos sino por confianza; no se exhibe, se cultiva y deja frutos.

Este tipo de liderazgo se manifiesta en personas que trabajan lejos de los reflectores, que no buscan protagonismo y que prefieren resguardar su identidad del espectáculo vacío y sin sentido. Su fuerza está precisamente en esa elección: construir sin ruido, servir sin esperar gratitud, sostener sin exigencias. Son raíces que, aunque no se vean, permiten que el árbol entero se mantenga en pie.

El ruido del protagonismo, de la autopromoción, del “yo enfermizo”, de la improvisación constante y de la incoherencia se ha convertido en una forma de poder. Se impone una autoridad descompuesta que grita física y espiritualmente para hacerse notar y que confunde visibilidad con legitimidad. Por momentos pareciera cumplirse aquella advertencia bíblica: “las cosas irán de mal en peor”.

Ante esta penumbra que va en aumento, no podemos renunciar. Aunque la minoría silenciosa quisiera tomar las maletas y escapar, estamos llamados a resistir. A fortalecer nuestras convicciones y a permanecer firmes, cueste lo que cueste.

Nuestra misión debe permanecer intacta: ser “sal y luz”. Ser presencia que ilumina sin estridencias, que orienta con serenidad mintiéndose firme en medio de una época atravesada por tensiones individuales y colectivas.

No buscamos competir por protagonismo, sino transformar desde la coherencia, siendo una voz discreta pero capaz de abrir caminos y renovar esperanzas, aunque seamos menos.