
Por Addys Arias

Mientras me disponía a hacer mi devocional diario, cumplir con los quehaceres cotidianos, ir al supermercado, llevar la ropa a la lavandería, acudir a una cita médica y prepararme para el culto de mi congregación, me detuve por un momento a observarme.
Pensé en cómo, casi todas las mujeres, tenemos rutinas similares: hogar, trabajo, familia, compromisos profesionales, vida conyugal y, muchas veces, también responsabilidades eclesiásticas.
Ciertamente, enfrentamos mucho cada día. Y sí, somos capaces, extraordinariamente creativas, mujeres que logramos mantener todo en equilibrio. Pero en medio de esa capacidad, surge una pregunta esencial:
¿Qué tan capaces somos de vaciarnos para permitir que Dios haga algo nuevo en nosotras?
Jesús, el ejemplo perfecto del vaciamiento
En la cruz del Calvario vimos a un hombre llamado Jesús, que se vació —tuvo una kenosis—, palabra que proviene del griego kenoō, que significa “vaciarse”.
El apóstol Pablo lo expresa en Filipenses 2:5-8: En la cruz, ese vaciamiento llega a su punto más profundo: Jesús experimenta el abandono, el dolor físico y espiritual, y entrega totalmente su voluntad al Padre.
Fue el momento culminante de su obediencia y de su amor.
Podríamos decir que el vaciamiento de Jesús fue:
- Un acto de humildad total.
- Una renuncia voluntaria a su gloria divina.
- Una manifestación suprema del amor redentor.
El vaciamiento que libera
Mujer, cuando Jesús fue a la cruz, no lo hizo desde la fuerza humana, sino desde un acto de amor y rendición absoluta.
La Biblia dice que “se despojó a sí mismo”, y en ese vaciamiento entregó su gloria, su comodidad y su voluntad para abrazar el propósito eterno del Padre.
Jesús nos enseñó que la verdadera grandeza no está en retener, sino en soltar; no en aferrarnos a lo que creemos que nos da valor, sino en vaciarnos de aquello que nos ata, para que Dios pueda llenarnos de su plenitud.
Tú, mujer, muchas veces cargas silenciosamente con dolores, expectativas, roles y luchas que parecen no tener fin. Pero, al igual que Jesús, puedes vivir una kenosis personal:
- Vaciarte del miedo que paraliza.
- Vaciarte de la culpa que oprime.
- Vaciarte de la necesidad de controlarlo todo.
- Vaciarte de aquello que te impide florecer.
No es debilidad. Es poder.
Jesús no perdió al vaciarse: se elevó. Porque cuando soltamos lo nuestro, Dios nos llena con lo Suyo.
En la cruz, el vaciamiento se convirtió en victoria.
Y así también, en tu historia, cada rendición puede abrir una puerta para que Dios haga cosas extraordinarias en ti y a través de ti.
El vaciamiento que transforma
¿Cuántas veces nosotras, como mujeres, somos llamadas a vivir ese tipo de vaciamiento?
No uno que destruye, sino uno que purifica, sana y transforma.
Cuando una madre se desvela por su hijo, cuando una esposa perdona, cuando una mujer se levanta después de una pérdida, cuando sigue creyendo aun sin ver… está experimentando su propia kenosis.
No porque sea débil, sino porque ha decidido amar.
Jesús, en la cruz, nos enseña que el verdadero poder no está en retener, sino en entregar.
Su vaciamiento nos recuerda que muchas veces debemos vaciarnos del orgullo, del “yo puedo sola”, del resentimiento o de la culpa, para dejar espacio al amor, al perdón y a la gracia.
El vaciamiento que da vida
El vaciamiento no es debilidad, es el camino de la transformación.
Nos invita a rendir el alma, a soltar lo que ya no debe ocupar espacio: la dureza, el miedo, la necesidad de validación.
Mujer, el vaciamiento que hoy duele será mañana tu resurrección.
No temas quedarte vacía: en ese espacio, Dios deposita su plenitud.
Cada lágrima derramada es semilla de algo nuevo que te bendecirá y bendecirá a otros.
Querida mujer, no temas vaciarte.
Porque cuando te vacías de lo que te pesa, Dios te llena de lo que da vida.
Vaciarte no es desaparecer: es dar espacio a lo nuevo de Dios para ti.
