
Por Miguel Andrés Reyes Raposo
Actualmente se refleja un fenómeno que no es solo local, sino global: hoy pesa más la influencia que la preparación académica. La autoridad ya no proviene tanto del conocimiento o del prestigio intelectual, sino de la capacidad de conectar emocionalmente con la gente.
Santiago Matías (Alofoke), Ángelo Valdez de la Antigua Orden Dominicana y otros perfiles similares logran eso: hablan el lenguaje popular, manejan símbolos que movilizan, y apelan a sentimientos inmediatos como la indignación, el orgullo nacional, o el deseo de cambio. No necesitan un título universitario para ser percibidos como «auténticos» o «valientes», mientras que muchos políticos muy preparados e intelectuales, suenan desconectados, fríos o elitistas para la mayoría de la población.
Además, las redes sociales han democratizado el acceso a la visibilidad. Antes, un intelectual necesitaba un libro o una universidad detrás; ahora, un influencer solo necesita un celular, plataforma digital e intuición para los temas que «pegan».
Este fenómeno plantea una crisis para el pensamiento crítico: ¿Quién forma la opinión pública? ¿Quién guía los grandes temas nacionales? Y también un reto para los verdaderos líderes: ¿cómo ser profundos sin dejar de ser accesibles?
Influencers como los antes mencionados, y otros similares seguirán creciendo en poder si logran profesionalizar sus estructuras (mejores equipos, alianzas estratégicas, presencia internacional). La gente ya no ve a estas figuras como aficionados, sino como nuevos «empresarios culturales» o «voceros sociales». Es probable que algunos terminen ocupando puestos políticos de manera formal. Por lo menos esa ha sido la realidad como ocurrió con la denominada “marcha verde”.
Los políticos clásicos, los partidos y los intelectuales tendrán que adaptarse. Muchos intentarán imitar el estilo de los influencers (más frescura, redes sociales, lenguaje llano), mientras otros buscarán alianzas directas con ellos, entendiendo que ya no pueden ignorarlos si quieren llegar a las masas.
Aunque ahora el carisma y la espontaneidad arrasan, con el tiempo la sociedad podría experimentar una fatiga de superficialidad. Cuando los problemas estructurales (educación, salud, empleo) no encuentren soluciones reales, la gente podría empezar a exigir también seriedad y propuestas concretas, no solo gritos o marchas. En ese punto, los verdaderos pensadores que hayan sabido mantenerse relevantes podrían recuperar terreno.
Se empezarán a formar figuras «puente»: personas que combinan influencia mediática y solidez intelectual. Serán jóvenes que dominen redes sociales, pero también tengan preparación académica o visión estratégica. Ellos podrán liderar una nueva etapa de debate público más balanceada.
Mientras tanto, habrá una polarización creciente entre «los populares» y «los ilustrados», porque algunos sectores más conservadores verán todo este auge como una amenaza a las formas tradicionales de poder. Y, como siempre ocurre, la polarización puede ser explotada tanto para bien (exigiendo cambios necesarios) como para mal (destruyendo consensos sociales).
Ahora mismo estamos viendo una primavera populista digital en República Dominicana. El futuro dependerá de si los nuevos líderes logran evolucionar hacia una mayor profundidad o si se desgastan en su propio estilo efímero.
Si los intelectuales dominicanos quieren reconquistar espacio en este nuevo escenario deben aprender a comunicar sus ideas en formatos breves, ágiles y visuales (videos cortos, podcasts, infografías, memes inteligentes) sin traicionar el contenido. No basta con tener razón: hay que saber contarla de manera que impacte de una vez.
La mayoría de la gente no sigue a alguien por lo que sabe, sino por lo que hace sentir. Eso se da fehacientemente en nuestras iglesias evangélicas, Predicadores ungidos que estremecen el escenario y no necesariamente han salido del “seminario”. Los intelectuales deben aprender a emocionar: contar historias reales, hablar desde experiencias personales, usar el humor, el dolor o el orgullo como vehículos para el pensamiento profundo.
Más que «dar cátedra», hoy se trata de crear espacios donde la gente se sienta escuchada, donde pueda interactuar, comentar, participar. Los pensadores que logren formar comunidades digitales activas (grupos, foros, canales) tendrán mucha más influencia que los que solo publiquen artículos.
No todos los intelectuales serán buenos influencers, pero pueden aliarse con comunicadores populares para que estos lleven sus ideas a más gente. Es decir: formar binomios donde uno piensa y el otro traduce al lenguaje popular, sin banalizar el contenido.
Hoy muchos dominicanos, sobre todo jóvenes, desprecian la cultura como algo de «elitistas». Los intelectuales deben pelear —pero con humildad— para demostrar que el conocimiento profundo es útil, liberador, práctico para la vida diaria. Que estudiar no es un lujo, sino una herramienta de supervivencia social.
En esta época de escepticismo, la gente no cree en títulos: cree en vidas. El espejo de la sociedad dominicana refleja esa realidad. Muchos intelectuales que hablan de justicia, pero viven de privilegios, son fácilmente desechados. En cambio, el que practica lo que predica, aunque no sea famoso, ganará autoridad moral y atracción genuina.
En vez de grandes discursos abstractos, los pensadores deben ofrecer ideas aplicadas a los problemas reales: violencia, desempleo, corrupción, migración, salud mental. Si el pueblo ve que los intelectuales no son solo «habladores» sino «solucionadores», recuperarán su lugar.
La sociedad dominicana tiene un hambre enorme de líderes auténticos, sabios y cercanos. Solo que ahora la batalla no es de diplomas, es de corazones y sensibilidad social.
