
Por: Fidel Lorenzo Merán
La Constitución de la República Dominicana, proclamada en enero de 2010, establece en su primer artículo que el país es un Estado social y democrático de derecho. Esta definición implica la existencia de instituciones sólidas, el respeto irrestricto a los derechos fundamentales y la sujeción de todos, incluyendo al Estado mismo, al imperio de la ley. Sin embargo, a más de una década de esa declaración, muchos se preguntan: ¿es esto una realidad o apenas una aspiración lejana?
El Estado dominicano, lejos de ser garante de los principios constitucionales, ha caído en prácticas sistemáticas que violan su propia Carta Magna. La desobediencia a las decisiones del Tribunal Constitucional (TC) es uno de los síntomas más alarmantes. Sentencias firmes que deberían ser ejecutadas con obligatoriedad, como lo establece la ley, son ignoradas por instituciones públicas sin consecuencia alguna. En este contexto, ¿qué autoridad tiene la Constitución si sus mandatos no se cumplen?
A esta crisis de legalidad se suma la existencia de leyes que siguen vigentes a pesar de estar en contradicción con la Constitución de 2010. En lugar de promover un proceso expedito de adecuación normativa, el Estado ha sido negligente, lo que debilita la coherencia del sistema jurídico y genera inseguridad en la aplicación de justicia.
Otro punto crítico es la falta de independencia real de los poderes del Estado. Ni el Poder Judicial, ni el Legislativo, ni los gobiernos municipales gozan de la autonomía presupuestaria que la misma Constitución les reconoce. Esta dependencia económica del Ejecutivo limita su capacidad de actuar con libertad y debilita el sistema de pesos y contrapesos esencial en toda democracia.
En la práctica, el modelo de gobierno dominicano se sigue rigiendo bajo una fuerte lógica presidencialista, donde el poder se concentra en el Ejecutivo, a menudo por encima de las instituciones y de la Constitución misma. Esta realidad contradice los fundamentos de un Estado constitucional, donde la supremacía de la Carta Magna debe ser inviolable y donde todos los poderes públicos están sometidos a sus disposiciones.
La República Dominicana necesita con urgencia una transformación institucional profunda. No basta con proclamar un Estado democrático de derecho: hay que construirlo y defenderlo. Esto implica garantizar el respeto a las leyes, cumplir las decisiones de los tribunales, adecuar el marco normativo a los principios constitucionales y asegurar la independencia real de los poderes públicos.
Más que una reforma superficial, lo que se requiere es un cambio de paradigma: pasar de un Estado presidencialista, centrado en la figura del mandatario de turno, a un verdadero Estado constitucional, donde la ley y la Constitución estén por encima de cualquier persona o institución. Solo así podremos dejar de ser un Estado que actúa al margen de la legalidad para convertirnos, finalmente, en una nación de derecho.
