
Por Francisco Luciano
La animadversión por lo correcto se ha instalado como un virus silencioso en el tejido de nuestra sociedad, un mal que corroe los cimientos de la convivencia y la justicia. Este fenómeno, alimentado por la anomia, el hastío o la simple resignación, ha normalizado lo incorrecto, convirtiendo la transgresión en norma y el deber en excepción. Se manifiesta en los detalles cotidianos y en las estructuras institucionales, evidenciando una preocupante inversión de valores que amenaza con desintegrar nuestra cultura y nuestro futuro.
En el tránsito, por ejemplo, observamos cómo la imprudencia se impone: mientras la mayoría respeta la fila, un conductor desaprensivo invade el carril contrario para adelantarse, obstaculizando a quienes transitan correctamente. Lo más alarmante es que, en lugar de sancionar esta conducta, se le cede el paso, ya sea por evitar conflictos o porque las autoridades, en un acto de complacencia, priorizan al infractor sobre quienes cumplen las reglas. Este escenario, lejos de ser anecdótico, refleja una tolerancia hacia la inconducta que se replica en otras esferas.
En el ámbito institucional, especialmente en el sector público, esta inversión moral se agudiza. Es común que personas que figuran en nominas como empleados, pero que rara vez se presentan a trabajar, reciban ingresos más altos y promociones inmerecidas, mientras los servidores puntuales y dedicados son relegados o incluso castigados con medidas disciplinarias desproporcionadas. Una amonestación por una tardanza ocasional recae con severidad sobre el cumplidor, pero el absentismo crónico del irresponsable pasa desapercibido. Esta premiación de la vagancia y la desidia no solo desmotiva el esfuerzo, sino que institucionaliza la injusticia.
Los medios de comunicación, guardianes de la opinión pública, no son ajenos a esta degradación. Con frecuencia, se otorga protagonismo a personas de reputación dudosa o a delincuentes confesos, permitiéndoles difamar y calumniar a ciudadanos de conducta intachable. Mientras tanto, las víctimas de estas injurias enfrentan obstáculos para ejercer su derecho a la réplica, siendo interrumpidas o silenciadas. Este desbalance no solo distorsiona la verdad, sino que eleva a la categoría de héroes a quienes deberían rendir cuentas.
Estamos, sin duda, ante un síndrome de corrosión institucional que exalta la desfachatez, aplaude la conducta soez y desprecia el trabajo honesto y la ética. Este fenómeno no es menor: al normalizar lo incorrecto y castigar lo justo, nuestra sociedad camina hacia la desintegración moral y cultural. Si no actuamos, corremos el riesgo de legar a nuestros hijos y nietos un mundo donde la virtud es una rareza y la desvergüenza, una virtud.
Frenar esta degradación exige un esfuerzo colectivo, un compromiso firme para restaurar los valores que sostienen una sociedad justa. Es imperativo que ciudadanos, instituciones y líderes se unan en la defensa de la integridad, promoviendo sistemas que premien el mérito, sancionen la inconducta y garanticen la equidad. Desde las pequeñas acciones —como exigir respeto en el tránsito— hasta las grandes reformas institucionales, debemos rechazar la complacencia y trabajar por un futuro donde la justicia y la ética sean el fundamento de nuestra convivencia. Por el bien de nuestros hijos y nietos, construyamos una sociedad que celebre lo correcto y condene lo injusto, asegurando un legado de dignidad y cohesión para las generaciones venideras.
El autor es docente universitario y dirigente político.
