En un tiempo señalado por el Señor, se encontraban los discípulos reunidos, esperando la llegada de la Promesa, tal y como Él les había dicho:
“…Pero vosotros, permaneced en la ciudad hasta que seáis investidos con poder de lo alto”. Lucas 24:49b
Llegaría el poder de Jesús el Mesías, para cambiar las vidas, para siempre.
Todo había iniciado en el monte Sinaí, cuando el Señor le entregó al pueblo, que salió de Egipto, Su instrucción (la torah), consolidando así Su pacto: “Yo seré Su Dios y ustedes serán mi pueblo”. (Éxodo 6:7), para luego, concedernos el regalo de que ésta no estuviese solo en tablas, sino que nos sería dada en el corazón, lo cual constatamos en Jeremías 31:
“…Pondré mi torah dentro de ellos, y sobre sus corazones la escribiré…”
Esto, precisamente, sucedió en Hechos 2.
Había iniciado el proceso de restauración, de todas las cosas.
Jesús el Mesías, a través de Su sacrificio, una vez más, preparó en sus escogidos, un templo viviente, un lugar donde Él habitar.
El poder de Dios para vencer la tentación, para dominar el pecado, para morir a la carne, nos ha sido dado.
¡Ya no pueden existir más excusas! ¡Ahora tenemos la mente de nuestro Señor!
Este es un tiempo, muy propicio, para que aprendamos a someternos al gobierno del Espíritu de Santidad, y que llegue a controlar todo nuestro ser.
De esta forma, dejaremos de practicar toda obra de la carne, guardaremos los mandamientos y pondremos nuestra confianza en el Señor, en Su Palabra, en Sus promesas.
Es el tiempo de las buenas nuevas, del mensaje de la esperanza.
Debemos, de manera constante, recordar que nuestro Dios es quien trae a vida lo que parece muerto, ya que es el Hacedor de maravillas.
¡No nos avergonzamos del evangelio, porque es poder de Dios!