¿Qué huella dejan los traumas vividos?
En 1864, cerca del final de la Guerra Civil de Estados Unidos, las condiciones en los campos de prisioneros de guerra de la Confederación estaban en su peor momento.
Hubo tal hacinamiento en algunos campamentos que los prisioneros, soldados del Ejército de la Unión del norte, tenían el espacio en metros cuadrados equivalente a una tumba. La cifra de muertes de los presos se disparó.
Para muchos de los que sobrevivieron, la desgarradora experiencia los marcó de por vida.
Cuando la guerra acabó, volvieron con problemas de salud, peores perspectivas laborales y menor esperanza de vida.
Pero el impacto de todos estos problemas no se limitó únicamente a quienes los sufrieron en primera persona.
Los efectos se extendieron a los hijos y los nietos de los prisioneros, en una herencia que parecían pasar a través de la línea masculina de las familias.
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Si bien los hijos y nietos no estuvieron en ningún campo de prisioneros de guerra, y pese a que no les faltó de nada durante su infancia, sufrieron tasas de mortalidad más altas que el resto de la población en general.
Al parecer, los prisioneros transmitieron parte de su trauma a sus descendientes.
Pero a diferencia de la mayoría de las enfermedades hereditarias, esto no se produjo como consecuencia de mutaciones en el código genético.
Herencia oscura
Los investigadores analizaron un tipo de herencia mucho más oscura: cómo las cosas que le pasan a alguien a lo largo de su vida pueden cambiar la forma en que se expresa su ADN, y cómo ese cambio puede transmitirse a la próxima generación.
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Este es el proceso llamado científicamente epigenética, donde la legibilidad o expresión de los genes se modifica sin que se produzca un cambio en el código del ADN.
Es decir, existen pequeñas etiquetas químicas que se agregan o eliminan de nuestro ADN en respuesta a los cambios en el entorno en el que vivimos.
Estas etiquetas activan o desactivan los genes, posibilitando la adaptación a las condiciones del entorno sin causar un cambio más permanente en nuestros genomas.
Fuente: Acento