Por Tomás Gómez Bueno
Las iglesias no son, ni serán nunca, mercancía en oferta en el mercado electoral. Las iglesias colaboran con todos en la búsqueda del bien común, pero tienen el suficiente discernimiento para darle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.
El Señor Jesus es soberano sobre todos los ámbitos de la vida. No existe campo de la vida que esté ajeno a su soberanía, por tanto, no podemos como iglesia evadir nuestro compromiso social y político. Pero es oportuno aclarar que nuestro compromiso esencial es con la promoción de los valores del Reino de Dios, y que nuestra misión es declarar el propósito de Dios expresado en Jesucristo y revelado en su Palabra a toda la humanidad.
Nuestro llamado como iglesia apunta a la construcción de un mundo donde prevalezca la paz, el orden y la justicia, por lo que no podemos subordinar el evangelio del Reino a ninguna ideología temporal representada por ningún partido político, corriente o grupo ajeno a la sagrada misión que, por la misericordia de Dios, nos ha sido confiada.
Lo primero es el Reino de Dios. Los pastores y sus iglesias no pueden confundir la esencia y el objetivo de su misión, y nada puede estar primero que el Rey y su Reino. Por tanto, cualquier pronunciamiento a favor de candidatos, o cualquier uso de los recursos de nuestras iglesias para la promoción política no es consecuente con el llamado y la misión que el Señor nos ha encomendado.
En nuestras iglesias hay simpatizantes, incluso, miembros y dirigentes de todos los partidos. Nuestro deber es respetar esta pluralidad; sin embargo, las iglesias en su esencia no pueden estar matizadas por énfasis partidarios. Nuestra única bandera como iglesia es la bandera del Reino y tenemos que blandirla con soberano despliegue sobre las demás banderas partidarias.
El pastor está llamado a dar orientaciones cívicas a sus miembros. Su influencia debe ser para que la membresía tenga un mayor discernimiento al momento de ejercer su derecho al sufragio y lo haga valorando principios como justicia, la honestidad, el decoro y el buen manejo de los bienes colectivos.
En las congregaciones evangélicas prevalece la pluralidad en cuanto a simpatía por los diversos partidos políticos, por lo que la expresión partidaria de los creyentes no puede ser manejada desde el púlpito, tribuna sagrada que no debe ser usada para fines partidarios.
Hay reconocer que los miembros de las iglesias, como individuos, están en el legítimo derecho de manifestarse a favor de cualquier candidato o entidad política; sin embargo, aclaramos que la naturaleza de la iglesia trasciende el ámbito de la política partidista y su misión es proclamar y promover el Reino de nuestro Señor Jesucristo, cuyos valores son la justicia, el amor, la solidaridad y la paz.
A los miembros de nuestras congregaciones que tienen vocación de servicio y están en capacidad de ejercer algún nivel de liderazgo social, lejos de impedírseles participar en actividades políticas, debemos alentarlos y apoyarlos para que de manera responsable y en conformidad con los principios del Reino de Dios participen en la transformación de la sociedad desde diversas instancias.
Debemos alentar a las iglesias a que encarnen un estilo de vida que esté de acuerdo a los presupuestos bíblicos de una ética del Reino, que busquen la fuerza de Dios para influir en la sociedad, al punto de cooperar con la transformación y trabajar en colaboración con otros actores en la implementación de proyectos sociales viables, inclusivos de mujeres, niños, ancianos, extranjeros y discapacitados, entre otros segmentos excluidos.
En este sentido, celebramos que líderes evangélicos participen en cargos públicos en la vida política de nuestro país, siempre que sigan comportamientos sociales y políticos éticamente compatibles con la extensión del Reino de Dios y que desempeñen sus funciones para servirles a los demás, tal como establece nuestro Señor en las Escrituras: “Sabéis que los gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y los grandes ejercen sobre ellas potestad. Mas entre vosotros nos será así, sino que el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor” (Mateo 20: 25-26)
Las iglesias no son, ni serán nunca, mercancía en oferta en el mercado electoral. Las iglesias colaboran con todos en la búsqueda del bien común, pero tienen el suficiente discernimiento para darle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Las iglesias cristianas están insertadas dentro del orden social establecido, pero no son servirles de los poderes temporales, ya que su misión es inculcarle a la sociedad en general los valores relativos al amor, el servicio y al bien común.
No es compatible, ni mucho menos entendible, que se quiera utilizar la fuerza social y numérica de las iglesias evangélicas para identificarlas con proyectos de partidos políticos. Como Iglesia tenemos que continuar desarrollando un juicio crítico y levantando una voz profética contra los desmanes y los desafueros de los poderosos, enfatizando siempre que el lugar de influencia de las iglesias no es el trono en el palacio de Caifás, sino en las aldeas de Galilea, donde están los más pobres.